27 de junio de 2011

Evitar dormir.

El bar estaba a punto de cerrar. Las primeras luces del día despuntaban por entre los edificios moribundos de esta parte de la ciudad. A lo lejos el camión de la basura amenazaba con su inminente llegada. Los barrenderos quitaban todos los carteles de la manifestación del próximo lunes y yo apuraba mi cerveza. El camarero había dejado de servir copas y el baño parecía un 24 horas, de esos que nunca cierran. El suelo estaba pegajoso y había que redoblar los esfuerzos para llegar hasta la maldita puerta de salida. Hacía tiempo que ya no oía música, sólo las risas de dos rubias cuarentonas que buscaban como locas no dormir solas esta noche. Un último trago, supliqué, pero la vida a veces no es benevolente con los que no tienen sueño. Y menos aún con los que han dejado de soñar. Un regordete hablaba a mi lado, decía cosas sin parar, pero a esas horas yo ya no le oía. Había volado a tu lado, a tus brazos. Quise estar enredada en tu edredón y permanecer ahí por los siglos de los siglos... Salí del local coincidiendo con el sonido de las campanas del reloj de la iglesia y en la esquina un par de mujeres que habían salido a pasear al perro comentaban las novedades del día. ¿Qué hora será?, me pregunté. Tarde. Y mi respuesta me hizo sentirme satisfecha. Con un poco de suerte no tendría que acostarme ni volver a las vueltas sin descanso en mi cama desolada. Pero ese instante de alegría fingida me duró poco. Demasiado poco. Andando de regreso volví a tus manos, a tus andanzas, a tus manos y a tu voz. En un destello de lucidez supe que no podré seguir así, triste, mucho tiempo. Pero por lo menos hasta mañana quise seguir escondida de las cosas alegres de la vida.

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