
Cada vez se me hace más difícil no rezagarme, no perder el pulso de los días. No sé qué ocurre en mí, en mi entorno o en estas cuatro paredes, pero la idea de nulidad absoluta que tengo de mí misma no desaparece a pesar de mis múltiples intentos de neutralización y autoconvencimiento, de la música o de los atisbos transitorios de inspiración. Y no me refiero a una nulidad personal, no es cuestión de sentirse ignorada, insignificada o devaluada, simplemente se limita al ámbito general. Ni eficiencia ni, mucho menos, eficacia. Es la continua percepción de estar indeterminada, de no saber qué hacer de los segundos, de los minutos y de las horas. El eterno miedo a pasar la vida en el punto medio, pues poco me convence que cuatro filósofos me digan que eso es la virtud. Varias veces al día abro los ojos, o los cierro, es difícil discernir, y me percato del tiempo que he pasado en ninguna parte. En ocasiones, hasta físicamente. Siento que transcurre todo demasiado despacio, el tic-tac se vuelve inaguantable y, a cada golpe de aguja, mi cansancio aumenta. Quiero hacer algo, quiero ser alguien. Pero el problema es que no sé ni el qué, ni quién.